domingo, 10 de mayo de 2009

LA LUNA NEGRA DEL ESPEJO

Segunda Parte

Del espejo sangrante

 

Cuando el mundo es oscuro

su rostro es el mismo

con los ojos abiertos o cerrados.

-Félix Dauajare-

 

 

I

El mundo de Pykulas

 

Pykulas visita la superficie cada luna nueva. Por tres días abandona su mundo repleto de seres que devoran la carne de los muertos, para iluminar su rostro con la luz artificial de las calles; pero sobre todo, para visitar la biblioteca del antiguo monasterio junto al río. Parece una gran celebración por el movimiento que puede percibirse a través de las ventanas, en los cánticos que salen y se propagan por las estrechas callecillas que conducen a la plaza principal, haciendo que algunas casas cierren sus ventanas de madera húmeda, para aislarse de la mezcla de voces guturales y agudas de los coros en la enorme construcción.

Pykulas asciende por la escalera larguísima, cuidándose de no resbalar en las humedades del moho. No hay luz en el ascenso pero él no la necesita. Su tacto es denso como la mirada obscura y un eco le guía escurriéndose por los pasillos. Sale de un sótano en el edificio de un antiguo palacio medieval, ubicado en el barrio de los germanos. Las calles de los alrededores son poco frecuentadas, pues las lámparas de neón son destruidas regularmente. Y en su oscuridad peregrinan los Velos cuando salen a la superficie para sumarse a los aliados de Pykulas. Sólo él es invulnerable. Recorre unas cuantas calles para acercarse al río y abordar la barca de madera crujiente. Quienes lo ven desde sus casas perciben el vapor violáceo que parece desprenderse de su rostro, una especie de vaho pestilente que atrae escarabajos. Cuando se aleja en el canal, es seguido por un séquito de espectros deslizándose muy cerca de la superficie del agua.

Pykulas llega al pequeño embarcadero que usaban antiguamente los monjes, para embarcarse y visitar los islotes cercanos, cuando no existía aún la ciudad y empezaron a construir un cenobio, que luego crecería a monasterio, ayudados por druidas. Extraño contubernio, pero necesario, decían, para alejar del terrritorio a los seres malignos que brotaban de la tierra, y traían consigo el infortunio entre los pocos aldeanos. Varios siglos más tarde se fundó un pueblo de lituanos y escandinavos; los monjes fueron desapareciendo inexplicablemente, quedando el monasterio convertido en biblioteca, por la labor incansable de los amanuenses, únicos personajes inmunes al dominio de los Velos.

Pykulas sube la escalinata y entra al enorme lugar: la nave de la iglesia que luego fue el refugio de centenares de manuscritos. Apenas lo iluminan algunas candelas colocadas en el centro de la nave. Cruza el espacio y entra al claustro del monasterio. Allí lo esperan en los corredores y las habitaciones sus aliados, que han salido de todas partes de la ciudad fría y obscura, para la celebración de cada veintiocho días.

Nelaima aguarda desde el fondo del pasillo largo, frente al muro en donde la mesa de sacrificios ondula en espera de sangre fresca. A un lado está una celda con una puerta muy baja, enrejada. Desde ella se escuchan los únicos sonidos: la queja apagada que sale desde el interior invisible. Ella cruza con Pykulas la mirada, y de esta conjunción emana la única fuente luminosa del ritual. Está orgullosa de poder asistir a ese momento. Los niños escasean en la ciudad y sus alrededores. Para iniciar la celebración se entonan cánticos profundos, tan fuerte que retumban las paredes de piedra. Y en las calles cercanas, la gente se recluye en sus casas.

 

II

Pájaros negros lloran tus ojos

 

Se escuchan tus tacones huecos, ondulantes por toda la nave de la vieja iglesia, repleta de cuervos y pavos alborozados. Desde la cabeza de los santos antiguos, llenas de excremento, los cuervos observan adustos. Un piano sordo tecleado por el viento deja escapar agudas notas. Algunas cuerdas largas de luna entran por los agujeros de las techumbres, y al rozar contra tu cuerpo un vapor de hojalata se condensa a tu paso. Son las viejas premoniciones, los malestares antiguos que llegaron un martes. Observas los retablos convertidos en libreros. Viejos manuscritos que hablan de plegarias y sacramentos, son testigos de las decenas de ojos que te contemplan, que te desean y fingen ignorarte. Caminas dando giros y me observas sentado frente a una mesa enorme, acariciando las hojas de un libro. Los pájaros son peores en la penumbra; sus ojillos parecen lejanas estrellas mirándonos desde los muros, a donde les llega un poco la luz de las lámparas. Laume, sabes que retrocedo frente al espejo que simula tu silueta, que aguarda tu memoria. Tu respiración helada me penetra los pulmones y las venas. Tus piernas blancas describen el trayecto de los cometas cuando te acuestas en la mesa, tendida sobre los libros. Me dices que no es verde el agua; que tus senos parecen dos fiordos coronados de sangre, muy cerca de mi rostro. Pienso en tus manos, blancos calamares trenzados a mi cuerpo de acero, cuando cruzo el canal por su parte más ancha. Morirás tú también antes que la luna deje su cresta y se vuelva yogurt, dijiste mientras tirabas tu vestido negro en el piso. Otra vez es martes. Sabes que no puedo librar la lucha contra el deseo. Que odio y anhelo la ocasión de estrechar, como cada siete días, tu cuerpo de cristal contra el mío. Contemplar tu belleza repetidas veces en los espejos y saber que no eres ella. Que ese brillo es solamente una ilusión hablándome desde dentro, y en verdad no conozco tu rostro. Cada vez que estoy contigo, necesito más tu sangre. Y parece nunca terminar. Pareces nunca morir.

Los pájaros nos miran como en un espectáculo. Desde sus nichos arrojan graznidos y aletean de vez en cuando, para sacudirse la lujuria que les contagia. Desde una esquina de la nave, algunas luces de colores combinadas con sonidos breves, producto de los monitores y las interrupciones del voltaje, me distraen constantemente. Pero tú pareces ignorarlos. Te levantas de pronto de la mesa y recorres desnuda algunos metros, llamándome hacia otra mesa repleta de frascos humeantes. Un teclado y un monitor contienen caracteres desconocidos para mí. Me tiendo a tu lado retirando algunos alambres de colores de los cuales brotan chispas. La mesa mojada produce descargas eléctricas que me cosquillean los antebrazos. Laume, tus ojos se posan en los rayos de luna, náufragos entre el vapor y las grietas de la cúpula; tus iris se extravían dejando una blanca sensación en ellos. Tu risa congelada, tu cuerpo quebradizo… Con una barra metálica te destrozo de un golpe. Los cuervos gritan y aletean dejando plumas en el ambiente. Los pavos se esconden bajo las mesas. Las computadoras se apagan. Sobre la mesa observo el libro que servía de apoyo a tu cabeza: un grueso manuscrito en cuya portada se ven algunos símbolos, semejantes a runas. En el canto superior del mismo, dos escudos en marcas de fuego atraen mi atención. Uno de ellos es una especie de emblema, con tres símbolos orgánicos, dos brazos cruzados y una estrella de cinco puntas al centro. El otro, un escudo simétrico, lleva en su parte superior una gran corona trilobulada, y en el centro, una estrella con una cruz invertida, y las letras M y O a cada uno de sus lados. Sin poder abrirlo, regreso a la calle pensando en ti, Laume, con un deseo reprimido en cada herida de vidrios de mis brazos. Alguna cerveza hará olvidar esta noche tu sexo. Y el deseo de sangre congelada recorriéndote las venas y bañando mi cuerpo. Por las baldosas de la calle obscura rebota un eco bien conocido, el de tus tacones metálicos sonando hueco, siguiendo mis pasos en la calle solitaria. Hasta perderme entre la neblina para llegar al muelle.

 

III

Laume

de labios negros

te mueves dentro de la bóveda celeste en los confines de un pequeño universo donde está todo lo que no se queda fuera sobresalto en las líneas perfectas que dibujan tus labios negros símbolo de mujer que mediana humano y espejo o acaso como el rostro incofundible de la fatalidad que me absorbe cuando devoras la noche deseosa de volar sin luna tus ojos cansan de no posarse en nada y tal vez con un color desconocido en una oquedad sin palabras que no basta con pensarla si no la respiramos esta es la superficie de piedra alrededor de la obstinación de tus manos golpes condensados en una memoria que se agota y oculta bajo un nombre bajo un rostro nocturno que me mira con crueldad detrás de tu espejo ahora que te abandonas en lágrimas de hollín y cenizas de sangre en que el horror de la noche muerta se desnuda sirviendo a una historia prohibida a un resumidero de sueños jugueteando con el relámpago estival de las pupilas muertas con lo suave de tus labios montados en los de ella maldita traidora hostil elíxir nauseabundo emético tus sienes coronadas de espinas incrustes y aros perforándote pezones al beber del santo grial con los siglos de la tierra a cuesta y en desorden el humear de tus manos mientras ojos extraviados ingles soliviantadas meciendo la humedad que las estrecha con él o ella horado profundo apaciguándose por cuchillo lúbrico y dactilares encuentros dormida en lunación blanca transparente tu piel labios negros e hilillo de jugo rojo desde tus mejillas hasta el cuello deseos sí dormir contigo beber de tus incisivos rozar tus alas emplumadas y lastimar mi cuerpo con las puntas de tu traje entallado en piel obscura música metálica adherida a las estrellas sin rostro a la luna que cuelga del cielo pesado como un presagio como una puerta púrpura como una pobre pendeja

  

IV

Blena:

La vida sólo nos ha tocado en un velorio. Las gargantas atragantadas con veneno, mi cuerpo y mi espíritu desintegrándose, un alma borracha y vacía que antes se conformaba con vino rojo o cerveza obscura, pero hoy anhela un sorbo de sangre caliente. Abandonado, ensombrecido, me he visto perdido al pie de una montaña ahora que siento como no soy ya solamente una persona, y que deseo hablar y entender el lenguaje de ella, o dormir en el dominio de los Velos. El mar no tiene palabras, me ha visto morir y ha visto al viento callarme de un botellazo en la boca. ¿Por qué no hay un reloj que sincronice en tu nombre, que retumbe cuando la computadora me llama y escribe las respuestas?

Llegaste después de que ella sin hablarme se apropió de la habitación, me dio un pequeño mordisco, cercano al oído, y alcancé a escuchar las palabras ardientes de un ángel odioso y desesperado.


V

También el llanto en las tinieblas

 

Yo soy tu camino, mi verdad, nuestra vida

Laume.

Te miré venir desde la ventana más alta, la cubierta de papeles y telas. Flotabas como la bruma que envolvía tu cuerpo; nada tocabas de este mundo viscoso, tus pies blancos colgaban del vestido largo y goteaban un rastro de sangre sobre el piso congelado. Al mirarte, las llagas y heridas de mi cuerpo enrojecieron, desprendiendo un vapor frío. Cómo no amar ese hielo agudo que penetraba mis vísceras y me mantenía alerta. Ese hielo que crecía en tus uñas y que te dolía más a ti al enfrentarte a la duda: de cualquier forma, no había diferencia entre los dos mundos, no hay arriba ni abajo, pues ambos son dominio de los dioses negros. Miré cómo te aproximabas en ese sopor ligero y escarchado, y la luz de la luna dejaba ver tu reflejo en el agua del muelle. Mi puerta permanecía cerrada y yo aguardaba del otro lado en silencio. El deseo me hacía temblar pero el dolor anterior, aún latente, se aferraba contra el cerrojo metálico. Pensaba en Blena y en el deseo de los tormentos sutiles que amaba, cuando me perforó el rostro, las manos y la piel del abdomen. Ahora todo se diluía en pasado y aguardaba de espaldas para sentir tus palpitaciones separadas por la puerta. Te amé como un infinito contenido, como un alarido en las noches cromadas, como la fuerza y la lujuria que la sed maligna dominaba en mí. Cómo no amar esa piel tan blanca, desnuda hasta el cansancio, montada en un espíritu ciego, en una lengua confundida repleta de malicia y deseo, en una sed hematófaga y un olvido que entrañaba tu memoria.

Detrás de la puerta un silencioso llanto colgaba despacio y rompía contra el piso. También lloran los espíritus negros. También las almas contrahechas sufren por la sangre no vertida, por la ignominia ante el destino que difícilmente une lo amado. Por la gran Mentira Original: nuestro verdadero pecado fue pensar algún día que la luz, el calor, el arriba... eran lo único, lo necesario. El dudar de la unión de los contrarios. El creer en un dios estéril e inútil sin las fuerzas obscuras que le dieron vida y sentido.

Te alejas del muelle y vuelves a la ciudad dormida, con una nube y un espectro de Velos detrás de ti, soñándote en cuando eras Blena, mientras tu rostro va formando lentamente sus facciones, y tus pies descienden despacio sobre la tierra.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Hasta la madre de rock

Aquí pasó lo irremediable
se fue el cuerpo
se fue la imagen
la posibilidad y todo
(“Aquí se fue todo”) -Félix Dauajare-

Qué duro pega el golpeteo de los graves brotando de las bocinas, colgándose de las paredes y los libros, haciendo espirales en mis orejas y a punto de reventarme hasta los ojos, me pregunto si tu desafío de veras me contiene, o sólo oculta el valor de arrastrarme hasta tus pies por el asfalto de las calles, hurgar entre los basureros para asirme de las huellas perdidas de tus despojos, de latas de cerveza que te besaron en la boca y recogieron tu saliva. Las voces cantan deslizándose ahora en los sonidos agudos y lineales que se mezclan con el humo del cigarro que olvidaste, humo que me abrasa alojándose en la ropa y los sentidos. El tinto se pega en el vaso y adopta formas coloridas, bebo de él, tomo tu sangre en sorbos pausados mientras la angustia se revierte de nuevo, torturando mi cerebro, por estas voces que me acompañaron con su música desde el día que nos conocimos. Sí, desde ese sábado en que conjuntaron tierra y fuego, ahí en la glorieta del metro insurgentes donde las medusas de la tarde se hundían como en la arena; perdidos en la tiendas, mientras tu silueta perfilada en la likra blanca amordazaba mis sistemas. Iluminaciones en nuestra materia cuando intersectamos las miradas, tu claridad abismal eclipsándome por completo, soledad del brillo, ni más rojo ni menos perceptible que la leve sonrisa en fuga, destapando oquedades por donde fluyó mi cerebro ante tu orgullo tan femenino.
De la librería salí tras tus pasos que se internaron en el hormigueo de la plaza circulando a cualquier parte. Y cuando me doblegaba sentándome en un arriate, verte de pronto ahí en una mesa de la cafetería, bañada de luz amarilla, confundidas sensaciones que se mezclaban con el gris del smog y el murmullo de los que salían de las escaleras. Me observabas de nuevo y mi temor fue más grande que la insubordinación de los sentidos, hasta dejarte partir sin acertar a seguirte, conocer tu voz siquiera, lamentarme entre estas canciones dolidas del sonido ambiental que te persigue en la infinita noche, en la infinita ciudad, cuando era demasiado tarde. En un secreto impulso tomar tu lugar en la cafetería y sentir el calor reciente que aún yace en la silla y en la taza. Levantar esta última y acercarla a mis labios en un beso imaginario, devorando tu lengua y tu perfume en el carmín que estampa un esqueleto de tu boca. Cuando abro los ojos la mesera sonríe e involuntariamente me libero de ti, ordeno café mientras la veo alejarse llevándose tus últimos instantes, excepto la servilleta que acaricio y al voltearla descubrir un “volveré mañana”. Recobro el buen estado de ánimo y regreso a casa soñándote entre el monótono golpeteo de los vagones del metro, baterías-bajo baterías-bajo baterías-bajo, luego los chasquidos de los frenos que me incorporan, para volver a reconocer los rostros aburridos de los que vuelven del trabajo, y perder la mente de nuevo en la oscuridad de los largos túneles.
En el fondo de mi cabeza empiezan a retumbar caifanes y coda, las cortinas danzan mientras sus sombras se vuelven contra mi y atrapan las ideas. Ya no escribo, creo que ese trabajo nunca será concluido. De vez en cuando me impulsa el recuerdo de tu mirada transparente, de tu cuerpo obcecadamente vivo en la memoria, de nuestro primer contacto al día siguiente, un melancólico domingo de escasa concurrencia, en que esperé por ti durante horas mientras mi cuerpo bebía la llovizna hasta tu llegada, para salir de la plaza circular y caminar por la calle de hamburgo, a un lugar en donde rompimos el silencio y tomamos cerveza, nos confesamos, palpamos nuestros dedos, reconocimos la geometría de las manos y mis ojos se imantaron con tus ojos: ahí descubrí el navegar en tus aguas entre azul y verdes, sin huesos, sin sangre, asido de la música; un rock intenso que impide pensar me recorre las orejas, acordes que me pesan como concreto en el cráneo, la voz que grita y se aloja en el cerebro y los dientes, las uñas de este rock agudo recolectando telarañas que fluyen por los ojos. Recuerdos que van y vienen, exorcismos robados contra todo arrepentimiento, qué duro estrellarse con los escollos de la memoria, ahora que te he encontrado. Mi sorpresa que flota en el ambiente del bar y te cuestiona si tienes el valor de creerme sin la seguridad de que no te hará daño, y con ella también tu desafío de tomar tu cuerpo, aún más allá de la muerte que se derrite al cruzar los ojos. Nos veríamos la otra semana y ni un solo momento pude despegarte de mi cerebro. Algunas astillas empezaron a caer del mismo por sí solas, durante las tardes en que Pink Floyd me acechaba; los oídos eran el pretexto y la principal vía de acceso. Nada pudo derrumbarte como a las demás cosas que se fueron extirpando en dolorosos conjuros. Ni el humo de los cigarros clandestinos ni los vapores del tequila, ofrecieron resistencia para tu llegada hasta lo más recóndito, a través de un viaje que me cruza el subconsciente y en el que abordas los ritmos del rock del aire, mezclados a veces con acordes barrocos, algún brandenburgo del viejo bach o una sencilla tocata. La duda en la efectividad de esto que comienza me hace temblar, el terror a un nuevo principio que tal vez terminará en un rincón de la memoria sin razón alguna, temores que escuchan los lamentos de las bocinas a dueto con mi alma, incapaces de pensar en otra cosa diferente a ti, de tus ojos clavados hasta la saciedad, azulmente heridos, corrosivos, implacables. Dormido y despierto me pesó toda la semana esa mirada transparente y esa tu sonrisa autora de fósiles rojizos regados por todas partes, de los cuales conservo el de la servilleta y el del bote de tecate que me convencen de tu regreso, cuando las horas cuestionan tu existencia. El maldito espejo que refleja mi impaciencia, las pupilas estrelladas por el humo y Deep Purple que se plantaron anoche, cuando pensaba en lo nada que seríamos, hombre sin mujer, hasta escaparse la duda por los poros.
El día que nos vimos de nuevo llevé mis audífonos, para no perder la sincronía con la música que me acompañó durante la espera. Sentir el agobio del pulso acelerado y el humo de los vehículos, mientras miro por la ventanilla del ruta 100 cómo circulan los fantasmas citadinos; el saber que nos veríamos más o menos por aquí sin precisar el lugar, y en un momento parado en una esquina ver como se aproxima ese mar profundo de tus ojos, añil más intenso en esa tarde cuando abordamos otro autobús que nos llevaría a una fiesta. Viajar por la calzada de los misterios, como el de tus ojos, tu rostro, tu nombre, tu todo. Solo te conozco a través de los estallidos rockeros que compartimos las otras ocasiones, y que me conforman tu presencia en las tardes solitarias. Bajarnos en el mercado de la villa en donde la gente observa tu silueta descontextuada, contrastante, el color de tu vestido estrecho, tus piernas abriéndose paso entre las miradas curiosas y sorprendidas. Te sigo sin cuestionarlo mientras comemos gorditas secas de maíz como mazapanes, cuando el ruido en el altavoz del vendedor de perlas de hígado de tiburón que sirven para todo, ahogan el deseo por escuchar algo más musical y mirar más adentro de tu mirada azul, en donde se reflejan compases deshilados, percusión-bajos percusión-bajos percusión-bajos y el temblor en mis manos cuando te acercas y tu voz que apenas me responde. Después de caminar media hora por calles grises como esta tarde, con las casas tan parecidas que juntan basura en sus banquetas, llegamos a donde te invitaron; ver por fin el interior de una de ellas, de gran patio y habitaciones del lado izquierdo, con los techos de láminas como en toda la colonia. El polvo del piso que vuela en los bailes frenéticos, los vidrios que tiemblan cuando golpea la batería el greñudo de los lentes oscuros, los otros con guitarras, bajos, teclados. Y el humo que circula con los cigarros que nos prenden. Luces de colores mezclándose con el aire de la noche, te persigo entre la masa de jóvenes a veces que te alejas, busco tu sensualidad que decapita mi cordura y el recuerdo del pasado diluido en unos tragos de vino tinto. En un rincón las latas de cerveza que todos tiran, frente a un muro estampado con una cruz negra. Al comunicarte que me retiro de todo y de todos te me pierdes entre la fiesta. Encontrarme de nuevo contigo ofreciéndome la copa de tinto, por cuyos bordes escurre la sangre que ha brotado de tu muñeca, herida con una tapa de lata de cerveza. Tus labios impregnados de ella, las marcas que dejaste en algunos botes de tecate, como fósiles de besos eróticos, en espera de encontrarlos para consumar lo que deseamos, lo que deseo, emerja de estas tumbas de mi pasado. Tu copa de tinto más rojo, el desafío de tomarlo y tomarte, fusionarnos entre el estallido del rock que envuelve la noche y contaminarnos de todo lo letal y lo placentero. Tomar ese vino que te posee, y ahora buscar en el rincón entre los cientos de latas vacías aquellas que te pertenecen, saborear tu sangre en las huellas impresas y los dejos de saliva, o perecer lapidado por los jóvenes enloquecidos, en ese rincón donde la cruz negra espera amenazadora.
Regresamos hasta mi casa a la habitación de la azotea sin dejar de reprocharme mi cobardía, y entre algunos sueños espirales producto del cigarro y del tinto, palparte por última vez, romper el magnetismo que me hacía ondular desde tu mirada de cielo, en donde se me revelaban las libélulas de tus sueños, alborotadas y enloquecidas por la música estridente que se apelmazó en mis oídos, cubriéndolos por completo y confinándome en el cuarto por muchas tardes, para pensar en tu desafío no enfrentado y en las células que mueren desde que te fuiste, en el arcoiris que aparece en las tardes lluviosas sin el color azul, esfumado con tus ojos; en este momento en que estoy hasta la madre del rock que llegó contigo, y al que ahuyento fumándome los últimos segundos restantes, del cigarro que dejaste olvidado en mi memoria.

Ya no queda
sino seguir amando esto tan sucio
tan sin sentido

(“La persistencia”)
-Félix Dauajare-

jueves, 25 de octubre de 2007

Los placeres de la luna nueva

«Cerré mis ojos para abrirlos dentro de los suyos» (Octavio Paz)
«No soy yo quien late sino mi deseo» (Laura Elena González)

El frágil recuerdo se mece entre la aturdida ensoñación de la mañana. Me incorporo de la cama lentamente, fijando con obsesión las imágenes de Selene y el último encuentro nocturno, como si la presión del pulgar y el índice sobre los párpados cerrados pudieran grabarla e impedir que escapara. Con el calor que huye de la almohada, también los personajes de la reunión se marchan. A cada segundo ella parece alejarse de mi lado, hasta que repentinamente los rayos de sol que se filtran por la persiana impactan la delgada remembranza de su rostro haciéndola volar en pedazos. Los trozos cristalinos y agudos se desparraman en la cama y en mi afán de unirlos para recobrar sus facciones, los filosos cantos rasgan regiones de mi piel manchando las sábanas de rojo, sin conseguir traerla. Mientras me visto, el tacto de las ropas me empuja a percibir su piel difusa, tan pálida como en el dibujo que revelara ambiguamente sus facciones.
El mentol de la crema de afeitar y el agua helada estremecen algunas células adormecidas, y en el filo de la navaja, el brillo de sus pupilas oscuras resalta de nueva cuenta. Del humo del café y los ecos de las noticias que emergen de la tele, Selene va tomando forma. Ahí estamos de nuevo, en aquel lugar oscuro rodeados de desconocidos interponiéndose a cada segundo, en el telarañar de papeles y murmullos que me confunden cuando me guío por su aroma o por el sutil resplandor de sus manos blancas orquestando en cámara lenta a quienes aquí se encuentran. Al intensificarse la oscuridad, la luna que se filtra por las ventanas reaviva la blancura de su piel y la profundidad de sus ojos, en los que despierto cuando cierro los míos para escapar del tumulto y la indiferencia. En esa conjunción interna las voces del alma dialogan, y de vez en cuando algunas brotan de sus labios tenues para despertarme del paroxismo, de la estupefacción, y en frases comunes ocultarle el te deseo que no puede desincrustarse del cerebro maderado, de los pensamientos resinosos que se escurren hasta la mañana entre los rayos que cuelgan de las persianas y las ramas de los árboles en el jardín.
Por el camino cuento las líneas que cruzan las banquetas y las hojas que arrastra la brisa con pereza. Los charcos reflejan las nubes y repentinamente me parece ver su silueta invertida, la sedosa negrura del nylon que envuelve sus piernas blancas, bañadas de noche, húmeda sensación escurriéndose de su pelo tan cercano, de su aliento fresco y sólido, como de menta. La rueda de la bicicleta que pasa disuelve la escena y me obliga a seguir el camino hasta llegar a la oficina. En los escalones de concreto las espirales de arena me marcan la ruta y mis pasos se arrastran a la par que los pensamientos, los que reflejados en el cristal oscuro de las ventanas me detienen temeroso. Desde el interior algunos ademanes, tal vez pases mágicos, los dispersan para que pueda continuar, llegar a su encuentro, ser devorado por el pasillo que como embudo converge al sitio de los ritos nocturnos, de sus dactilares naufragios, de la nieve perniciosa que le arrebata el deseo esculpido en las neuronas. La mañana transcurre y ella no aparece. Los perfiles de los muebles me revelan algunos paisajes urbanos conocidos y los ruidos mecánicos emulan música concreta. Me cansan los paseos ceremoniales entre las máquinas y las voces que zumban y no escucho. Para seguir obsesivamente sus mensajes me instalo en la oficina, lugar sembrado de hojas blancas y libros. Algunas veces el fuego del horizonte acalora los textos que surgen inconscientemente de la pantalla, en un golpeteo ceremonial con el teclado. Profundas heridas incorporo en el papel, quien sin protesta acepta de buena gana cuando cicatrizan en colores una decena de veces su nombre, perdido apenas entre el denso mar de tintas:

Si soy el rumor de mañanas que graznan / si aletean los rayos en las pestañas y tu piel finísima se me presenta: / blancos reflejos que brotan entre bruma, disociada esperanza/ semblante oculto entre mis temores, frutos madurados con prisa.
Si tus ojos en ascuas, luz sonámbula derramada en mí/ oscuridad que se ausenta/ solazando la distraída mirada en su reflejo/ especulares ardides para filtrar / mi terquedad, mis tantos años en ti / en tus sueños y en los míos enlarvados / como esta aparición imposible / que se mece en tu húmeda belleza.
Si la mañana cabe en tu mirada y el sueño se aloja entre tus dientes, el silencio se aposenta / y levanta tu esfinge en este duro mar de ansiedades y desvelos iguales / disfrazados como uno mismo / vanos discursos deshilados me separan / cada día más de ti, contemplación / interrupto que me obliga / amistades, pretexto sutil para huir del aire.

El sol se pone de nuevo radial y su estrella de seis puntas apenas se nota. Saliendo la encontré en el camino helado. Seguía las huellas de la Osa Mayor rodeada de luciérnagas. Apresuré el paso e incorporé la mirada cuando Selene me dirigió la suya. Mis ojos de nuevo renacieron en los suyos redondos y sonrientes agazapándose del frío. Y de nuevo en la encrucijada de la noche, bajo el manto de la luna nueva cobijándonos por completo, nos guía ese tacto de cristales ahumados, conteniendo cada uno las palabras que armarán su leyenda, su verdad, colgados en un denso candil tintineando mecidos por el viento nocturno, música sensual que se acompasa con las venas y el pulso, hasta descender veloces pedazos de la bóveda celeste en vertical estallido del alba, sobre la cama, sobre mi espalda, sobre el corazón abrasado, conteniendo cada uno el embrujo de sus manos blancas, de su piel dormida, la voz tranquila y la figura nueva; los años verdes y su mirada oscura que duerme dentro de la mía.